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Por Juan Calvino

Donde la mentira destruye los puntos fundamentales de la doctrina cristiana, no hay Iglesia. Mas, si sucede que la mentira acomete los principales puntos de la doctrina, y destruye lo que es necesario entender de los sacramentos, hasta tal punto que no sirva de nada el usarlos, sobreviene entonces, sin dada, la ruina de la Iglesia, lo mismo que sucede al hombre que le han cortado la garganta o le hieren el corazón. Es lo que demuestra san Pablo cuando dice que la Iglesia está fundada sobre la doctrina de los profetas y de los apóstoles, siendo Jesucristo la principal piedra angular (Efesios 2,20). Si la Iglesia se basa en la doctrina de los apóstoles y profetas, por la cual se ordena a los creyentes que coloquen su salvación solo en Cristo, entonces, si esa doctrina es destruida, ¿Cómo puede la Iglesia continuar en pie? Es lógico, pues, que caiga necesariamente la Iglesia cuando es destruida la doctrina que la sustenta. Y aparte de eso, si la verdadera Iglesia es "columna y baluarte de la verdad" (1 Tim. 3, 15), será cierto también que aquella en quien reinan la mentira y la falsedad no es Iglesia.

Y puesto que el papado es así, es fácil juzgar qué Iglesia es. En lugar del ministerio de la Palabra de Dios tiene un gobierno perverso, forjado de mentiras y falsedades, que oscurece la claridad de la doctrina. En lugar de la Santa Cena del Señor tiene un execrable sacrilegio. El culto divino está totalmente desfigurado con diversas supersticiones. La doctrina, sin la que el cristianismo no puede existir, está toda sepultada y destruida. Las asambleas públicas no son más que escuelas de idolatría e impiedad.

Por lo tanto, al declinar la participación fatal en tal maldad, no corremos riesgo de ser separados de la Iglesia de Cristo. La comunión de la Iglesia no fue instituida para sernos la ligadura que nos atara a la idolatría, a la impiedad o a la ignorancia y otras abominaciones; antes bien, para mantenernos en el temor de Dios y en la obediencia a su verdad.

Bien sé que los aduladores del Papa ensalzan su iglesia hasta las nubes, para hacernos creer que no hay en el mundo otra iglesia sino la suya. Luego, como si hubiesen ganado el proceso, concluyen que todos cuantos se apartan de su obediencia son cismáticos; y herejes los que se atreven a abrir la boca contra su doctrina.

En vano apelan a la sucesión apostólica. ¿Cómo prueban que son la verdadera Iglesia? Alegan historias antiguas, que sucedieron en tiempos pasados en Italia, en España y en Francia; y que descienden de aquellos santos varones, primeros fundadores de las iglesias en tales tierras, quienes sellaron su doctrina con la propia sangre. Así pues, dicen también que, siendo la Iglesia consagrada de este modo entre ellos, tanto por los dones espirituales de Dios, como por la sangre de los mártires, se ha conservado por la sucesión de los obispos, de modo que siempre ha permanecido. Se agarran también al gran aprecio que tuvieron a esta sucesión, Ireneo, Tertuliano, Orígenes, san Agustín y otros doctores antiguos.

Con todo, a quien quisiera considerar atentamente todas estas cosas, le haré entender fácilmente qué frívolas son sus alegaciones. Me atrevo también a exhortar a quienes las alegan, a que ponderen lo que les diré, pues creo que les puede ser provechoso. Pero viendo que ellos, sin tener en cuenta para nada la verdad, no buscan sino su propio provecho, diré solamente lo que pueda librar de tales cavilaciones a los buenos y deseosos de conocer la verdad.

Pregunto en primer lugar a nuestros adversarios, por qué no nombran también al África, a Egipto y a toda el Asia. Y no es por otra cosa sino porque ha faltado en esas tierras la sucesión de obispos por la que ellos se glorían de haber mantenido sus iglesias. Vienen, pues, a concluir que ellos poseen la verdadera Iglesia, porque desde que empezó a serlo, nunca ha estado sin obispos, sino que se han sucedido continuamente unos después de otros.

Mas, ¿Qué pasará si yo, por el contrario, les nombro a Grecia? ¿Por qué, insisto, decís que ha perecido la Iglesia de los griegos, entre quienes jamás ha cesado esta sucesión de obispos, que según vuestra fantasía es el único medio de conservar la Iglesia, y que siempre la han tenido sin ninguna interrupción? Hacen cismáticos a los griegos; pero, ¿por qué? Porque - responden los papistas - al apartarse de la santa sede apostólica romana perdieron su privilegio. ¿Cómo? ¿No merecen perderlo mucho más los que se apartaron de Cristo?

Luego, en conclusión, es vano su pretexto de sucesión, y más aún que ellos posean en toda perfección la verdad de Jesucristo, tal como la recibieron de sus antepasados, los antiguos doctores.

Bien claro está que los romanistas no pretenden hoy por hoy otra cosa sino la que pretendían antiguamente los judíos, cuando los profetas de Dios les acusaban de ceguera, de impiedad y de idolatría. Pues así como éstos se gloriaban del templo, de las ceremonias y de su estado sacerdotal, en lo cual pensaban que consistía la Iglesia, así también aquéllos nos ponen en lugar de Iglesia unas máscaras, que muchas veces estarán bien donde no haya Iglesia, pero que sin ellas la Iglesia podrá subsistir muy bien. Por tanto, yo no tengo necesidad de usar, para refutarlos, otro argumento que el que empleó Jeremías para abatir la vana confianza de los judíos; esto es, que no se gloriasen equivocadamente diciendo: "Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste" (Jeremías 7,4); porque Dios no reconoce por templo suyo el lugar donde no es oída ni apreciada su Palabra. Por esta misma causa,: aunque antiguamente la gloria de Dios había estado entre los querubines del santuario (Ezequiel 10,4), y Él había prometido establecer allí su trono para siempre, se marchó de allí su majestad, dejando aquel lugar sin gloria ni santidad alguna, porque los sacerdotes corrompieron el culto divino con sus supersticiones. Pues si fue posible que Dios desampárese el templo convirtiéndose en lugar profano, cuando parecía haber sido dedicado para residencia perpetua de la divina majestad, no deben hacernos creer éstos que Dios está ligado a personas, lugares o ceremonias externas, de tal manera que Él esté como coaccionado a permanecer entre quienes tienen solamente el titulo o apariencia de Iglesia.

Éste es el combate que sostiene san Pablo desde el capítulo noveno al duodécimo de la Epístola a los Romanos. Porque turbaba mucho a las conciencias débiles que los judíos, que parecían el pueblo de Dios, no solamente desechaban el Evangelio, sino que incluso lo perseguían. Por lo que el Apóstol, después de haber tratado la doctrina, responde a esta dificultad negando que los judíos, enemigos de la verdad, fuesen de la Iglesia, aunque no les faltase ninguna de las apariencias exteriores; y no alega otra razón que ésta: que no reciben a Cristo. 

Todavía habla más claramente en la carta a los Gálatas, donde comparando a Isaac con Ismael, dice que muchos ocupan un lugar en la Iglesia, pero que no por eso les pertenece la herencia, ya que no han sido engendrados por madre leal y libre. De esto procede a establecer un contraste entre dos Jerusalén (Gálatas 4:22-31); porque así como la Ley fue publicada en el monte Sinaí, y el Evangelio salió de Jerusalén, así hay muchos que, habiendo nacido y crecido en doctrinas serviles, se jactan atrevidamente de ser hijos de Dios y de la Iglesia; y aún más, pues siendo simiente bastarda, menosprecian a los verdaderos y legítimos hijos de Dios.

En cuanto a nosotros, ya que fue proclamado una vez:  Echa a esta sierva y a su hijo (Génesis 21,10), armados con este inviolable decreto tiremos a nuestros pies todas sus necias fantasías. Porque si se glorían por su profesión externa, también Ismael estaba circuncidado; si se fundan en su antigüedad, él era el primogénito de Abraham; y con todo, fue echado de la casa. Si se nos pregunta la causa, san Pablo nos la da, y es que "no los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como descendientes." (Romanos 9,8). Según esto. Dios nos declara que Él en manera alguna queda obligado a los malos sacerdotes, ya que Él había pactado con su padre Leví para que les sirviera de ángel o intérprete (Malaquías 2:4). Y al mismo tiempo, vuelve contra ellos su falsa gloria, con la que se levantaban contra los profetas, diciendo que debía estimarse y reverenciarse ante todo la dignidad sacerdotal. Esto se lo concedía Dios de buen grado, pero para agravar más su causa, ya que Él estaba dispuesto a observar fielmente lo que había prometido, y de lo que ellos no hacían el menor caso, mereciendo ser desechados por tal deslealtad. Ved de qué sirve la sucesión de padres a hijos, si no hay un tenor y conformidad continuos que demuestren de verdad que los sucesores siguen a sus predecesores. Cuando no existe esto, será necesario privar de todo honor a quienes sean convencidos de haberse degenerado de sus antepasados; a no ser que pretendan dar el título y autoridad de Iglesia a una perversa y maldita sinagoga, cual era la del tiempo de Jesucristo, alegando que Caifás había sucedido a muchos sacerdotes buenos, y que desde Aarón hasta él había habido sucesión continua.

Pero está tan lejos de la verdad, que ni a los mismos gobiernos terrenos les sería soportable. Porque tampoco fueron tenidos por verdaderos y buenos estados de la república romana las tiranías de Calígula, de Nerón, de Heliogábalo y otros semejantes, por haber sucedido a gobernadores buenos, elegidos por el pueblo, como fueron Bruto, Escipión y Camilo. Así es que no hay cosa de menor peso que evocar para el gobierno de la Iglesia la sucesión de las personas, olvidando la doctrina. Y ni aun los santos doctores, a quienes equivocadamente se nos opone, tuvieron jamás el intento de probar que, simplemente por derecho hereditario, hay Iglesia allí donde los obispos han ido sucediéndose unos a otros.

Mas, ya que era notorio y manifiesto que desde los apóstoles hasta ellos no había habido ningún cambio en la doctrina, tanto en Roma como en las otras ciudades, toman esto como garantía suficiente para derrumbar todos los errores que de nuevo se habían infiltrado; a saber, que eran contrarios a la verdad que de común acuerdo habían conservado y mantenido constantemente desde el tiempo de los apóstoles.

Así que no hay por qué hacer caso de nuestros adversarios cuando nos quieren espantar con el titulo de Iglesia. En cuanto a nosotros, el solo título de Iglesia nos es honorable; mas la cuestión está en saber distinguir cuál es esta Iglesia. Para lo cual ellos no solamente están impedidos, sino sumergidos en su cieno; y así nos ponen delante una hedionda y desvergonzada ramera en lugar de la esposa santa de Jesucristo. Y para que no nos engañe tal suposición, recordemos el aviso que entre otros nos da san Agustín: que la Iglesia está a veces como oscurecida y envuelta bajo las espesas nubes de infinitos escándalos; otras veces se nos muestra clara y sosegada; otros cubierta de aflicciones y tentaciones. Y luego pone el ejemplo de que muchas veces son desterrados por la fe los que habían sido sus más firmes puntales, viéndose obligados a esconderse hoy aquí, y mañana en otra parte.

De esta manera los romanistas importunan y asombran a los rudos e ignorantes con el nombre de Iglesia, siendo así que Jesucristo no tiene enemigos mayores que el Papa y sus seguidores.

Así que, aunque nos aleguen su templo, el sacerdocio y otras apariencias semejantes, no debe movernos a concederles que haya Iglesia donde no hay Palabra de Dios. Porque es ésta la marca con que el Señor ha señalado a los suyos: “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Juan 18,37). “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Juan. 10:14;27). Y poco antes dice que las ovejas siguen a su pastor porque conocen su voz; en cambio no siguen al extraño, sino que huyen de él, porque no conocen su voz (Juan 10:4-5). ¿Por qué, pues, nos equivocamos conscientemente buscando la Iglesia, si Jesucristo nos ha dado una señal infalible, que nos asegura y certifica que hay Iglesia donde existe tal señal, y que, por el contrario, donde no la hay no existe nada que pueda darnos alguna muestra de que hay allí Iglesia verdadera? San Pablo ya nos dice que la Iglesia está fundada “sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas” (Efesios 2, 20), y no sobre opiniones de hombres ni sacerdocios.

Más aún: que es necesario distinguir Jerusalén de Babilonia, la Iglesia de Dios de las congregaciones de los infieles y malvados, por la única diferencia que ha puesto Jesucristo al decir que el que es de Dios, oye la Palabra de Dios; y por el contrario, el que no la quiere oír, no es de Dios (Juan 8,47).

En resumen, ya que la Iglesia es el reino de Cristo, y Cristo no reina más que por su Palabra, ¿Quién dudará de que es una mentira la creencia que nos quieren imponer de que el reino de Jesucristo está donde no existe su cetro, esto es, su Palabra, con que únicamente gobierna su reino?

Nos acusan de ser herejes y cismáticos porque enseñamos una doctrina contraria a la suya, porque no obedecemos a sus leyes y decretos, y porque hacemos aparte nuestras congregaciones tanto para las oraciones públicas como para la administración de los sacramentos. Es una acusación grave, pero no hay necesidad de larga defensa.

Se llaman herejes y cismáticos quienes, apartándose de la Iglesia, rompen la unión con ella. Esta unión consiste en dos vínculos: que esté de acuerdo con la sana doctrina, y que posea una caridad fraternal. Por eso san Agustín distingue entre herejes y cismáticos, diciendo que los herejes corrompen la pura verdad con falsas doctrinas, mientras que los cismáticos se separan de la compañía de los fieles aun cuando hagan juntos una misma confesión de fe. Pero también hemos de tener en cuenta que esta unión de caridad depende de tal manera de la unión en la fe, que ésta es su principio, su fin y su única regla. Así es que hemos de concordar en que siempre que se nos encomienda la unión de la Iglesia, no debemos entender otra cosa sino que, tal como convenimos en la doctrina de Jesucristo, convenga también con Él nuestra voluntad por el buen amor. También san Pablo, al exhortarnos a la unión, toma como fundamento que no hay más que un solo Dios, una fe, y un solo Bautismo (Efesios 4, 5). Y más aún: pues enseña que estemos de acuerdo en la doctrina yen la voluntad, añadiendo: en Cristo, nuestro Señor (Filipenses 2:2-5), dando a entender que todo acuerdo que se realiza fuera de la Palabra de Dios es una conspiración de infieles y no un acuerdo entre fieles.

Igualmente san Cipriano, siguiendo a san Pablo, afirma que la fuente de unión en la Iglesia consiste en que Jesucristo sea el único obispo. Añade después que no hay más que una sola Iglesia, que está extendida por todas partes, como los rayos del sol, que siendo muchos no despiden más que una sola claridad; o como el árbol que tiene muchas ramas, pero una sola fuerza, firmemente asentada en su raíz; o también como una fuente con muchos caños, lo que no impide que la fuente sea sólo una. Separad del cuerpo el rayo de sol; la unidad que había no quedará dividida. Así pasa con la Iglesia, que siendo alumbrada con la claridad de Dios está esparcida por todo el mundo, por lo cual no hay más que una sola claridad que se extiende por todo, y por tanto no está rota la unidad del cuerpo. No pudo decirse cosa más excelente para definir la individua conexión o trabazón que tienen entre sí todos los miembros de Cristo. Fijémonos cómo siempre nos lleva a una misma Cabeza. Luego concluye diciendo: De ahí que las herejías y cismas procedan de que no se acude a la fuente de la verdad, o no se busca la única Cabeza, o no se tiene en cuenta para nada la doctrina del Maestro celestial.

Que griten, pues, nuestros adversarios que somos herejes por habernos separado de su Iglesia. Porque la única causa de haberlos dejado es que ellos no permiten que se predique la verdad.

Por lo demás, Roma nos ha excomulgado. No me interesa decir que nos han echado de si con excomuniones y anatemas, razón, por lo demás, suficiente para justificar nuestra causa, ya que condenan juntamente por cismáticos a los mismos apóstoles, pues la causa es la misma.

Lo que digo ahora es que ya Jesucristo predijo a sus apóstoles que habían de ser arrojados de las sinagogas por causa de su nombre (Juan 16:2), y estas sinagogas eran reputadas entonces por legítimas y verdaderas iglesias.

Siendo, pues, así que somos arrojados de sus iglesias papistas, y que nosotros estamos dispuestos a demostrar que se nos ha hecho esto por el nombre de Cristo, deberíase considerar primero la causa antes de sentenciar por una y otra parte. Mas si a ellos así les place, transijo incluso en esto, porque me basta con saber que nos fue necesario apartarnos de ellos para acercarnos a Cristo.

Aún se verá más claro en qué estima hemos de tener todas las iglesias sujetas a la tiranía del Papa, si las comparamos con la antigua Iglesia de Israel, tal como nos la pintan los profetas.

Cuando los judíos e israelitas observaban el pacto que Dios había hecho con ellos, poseían verdadera Iglesia, ya que por la gracia de Dios tenían aquello en que consiste la verdadera Iglesia; es decir, poseían la verdadera doctrina comprendida en la Ley, predicada al mismo tiempo por sacerdotes y profetas. Se les recibía en la Iglesia por medio de la circuncisión. Los demás sacramentos les servían como de ejercicio para la confirmación de su fe. No hay duda de que le convenían por entonces todas las alabanzas con que el Señor honró a su Iglesia.

Pero luego que se apartaron de la Ley de Dios dándose a la idolatría y a la superstición, perdieron en parte aquella prerrogativa. Pues, ¿Quién se atreverá a quitar el título de Iglesia a aquellos a quienes Dios ha confiado su Palabra y el uso de los sacramentos? Y por otra parte, ¿Quién osará dar el nombre de Iglesia, sin ninguna excepción, a una asamblea que pisotea manifiestamente y sin ningún castigo la Palabra de Dios, y que destruye la predicación de la verdad, fuerza principal y alma de toda la Iglesia?

Pues, ¿qué?, puede que pregunte alguno, ¿no quedó entre los judíos ninguna parte de Iglesia después de que cayeran en la idolatría?

La respuesta es fácil.

Lo primero que digo es que no cayeron de un solo golpe en la idolatría total, sino poco a poco y como por grados, porque no puede decirse que haya sido igual la falta de Israel y de Judá cuando comenzaron a aparcarse del verdadero culto a Dios.

Cuando Jeroboam construyó los becerros contra la prohibición expresa de Dios y eligió el lugar para sacrificar, cosa que no le era lícito hacer, corrompió totalmente la religión en Israel (1 Pe. 12, 28-30).

Los judíos, antes de caer en la idolatría, se contaminaron por su mala vida y por sus opiniones supersticiosas. Porque aunque ya en tiempos de Roboam habían introducido muchas ceremonias perversas, permanecían intactos en Jerusalén la doctrina de la Ley, el orden sacerdotal y las ceremonias que Dios les había ordenado, y por tanto, aún tenían los fieles un tolerable estado de Iglesia.

En Israel no hubo enmienda alguna desde Jeroboam hasta el reinado de Acab, y después las cosas fueron de mal en peor. Y ya sus sucesores, hasta la destrucción del reino, fueron semejantes a él, y los que quisieron mejorarse no consiguieron más que imitar a Jeroboam. Sea lo que fuere, todos ellos fueron malditos idólatras.

En Judea hubo más cambios. Pues si algunos reyes corrompieron con falsas supersticiones el culto divino, otros se esforzaron en reformar los abusos que se habían introducido. En resumen, aun los mismos sacerdotes ensuciaron el templo de Dios con su manifiesta idolatría.

Así pues, que los papistas nieguen, si pueden, para excusar una vez más sus vicios, que el estado de la Iglesia no está tan corrompido y depravado entre ellos como lo estuvo en el reino de Israel en tiempos de Jeroboam.

Su idolatría es mucho más bochornosa; y en doctrina no son más puros, sino más impuros. Dios me es testigo, y lo mismo todos los que tengan algo de juicio, de que yo no exagero ni aumento nada, sino que la misma cosa lo demuestra.

Al querer, pues, forzarnos a la comunión con su Iglesia requieren de nosotros dos cosas. La primera que comulguemos en todas sus oraciones, sacramentos y ceremonias. La segunda, que atribuyamos a su Iglesia todo el honor, el poder y la jurisdicción con que Jesucristo dotó ala suya.

a. Nosotros no podemos comulgar en sus oraciones, sacramentos y ceremonias.

En cuanto a esto, confieso que los profetas que estuvieron en Jerusalén cuando ya las cosas estaban muy corrompidas, ni sacrificaron ni hicieron aparte sus asambleas, porque tenían el mandato de Dios de hacer todo esto en el templo de Salomón, y sabían que los sacerdotes levíticos, aunque indignos de tal oficio, habían de ser reconocidos como ministros legítimos por cuanto hablan sido ordenados por Dios y aún no estaban depuestos (Éxodo 29,9). Pero — y esto constituye el punto principal de nuestra disputa — no les obligaban a ninguna superstición, ni a hacer cosa alguna que no fuese ordenada por Dios.

¿Pero qué tiene que ver esto con lo que hacen los papistas? Porque a duras penas podremos reunirnos con ellos en sus iglesias por no contaminarnos con su manifiesta idolatría. Ciertamente su principal vínculo de comunión es el de la misa, que nosotros abominamos como perverso sacrilegio. Si esto es atinado o sin razón, lo veremos en su lugar. Por el momento me basta mostrar que nuestra causa en este asunto es muy diferente de la de los profetas, quienes no fueron obligados a ver ni a hacer otros ritos que los instituidos por Dios, aun cuando sacrificaban juntamente con los impíos. Así pues, si queremos tener un ejemplo semejante en todo y por todo, será preciso tomarlo del reino de Israel.

Según la ordenación de Jeroboam, observábase la circuncisión, se ofrecían sacrificios, se tenía la Ley por santa, y se invocaba al Dios que los padres habían adorado. Con todo, Dios condenaba y abominaba cuanto allí se hacía porque usaban ritos y ceremonias por ellos inventadas y que Dios habla prohibido (1 Pe. 12,31-sic ¿Dt. 12,31?). Que me presenten un solo profeta o un hombre bueno que alguna vez haya adorado o sacrificado en Betel. No hay ni uno, porque sabían muy bien que no podían hacerlo sin contaminarse con sacrilegio.

Defendemos, pues, que no debe extenderse tanto la comunión de la Iglesia, que debamos seguirla aun cuando degenere de su deber usando ritos y cultos profanos, condenados por la Palabra de Dios.

b. No podemos atribuirle el honor, el poder y la jurisdicción de la iglesia verdadera

Aún tenemos mayores razones para contradecirles en cuanto a la segunda cosa que nos exigían. Porque si se considera la Iglesia tal que debamos reverenciarla, reconocer su autoridad, recibir sus avisos, someternos a su juicio y conformarnos con ella en todo y por todo, no podemos conceder el nombre de Iglesia a los papistas, según esta consideración, porque no nos es necesario tributarles sujeción y obediencia.

Con todo, de buena gana les concederíamos lo que los profetas concedieron a los judíos e israelitas de su tiempo, cuando las cosas estaban en un estado semejante, o aún mejor. Vemos, pues, cómo a cada paso gritaban los profetas que sus asambleas eran conventículos profanos con los que no era lícito consentir, como tampoco lo era el renegar de Dios (Isaías 1,14-15). Y ciertamente, si tales asambleas hubiesen sido iglesias de Dios, se seguiría que ni Elías, ni Miqueas, ni otros profetas de Israel, habían sido miembros de la Iglesia. Igualmente en Judea, Isaías, Jeremías, Oseas y otros como ellos, a quienes los sacerdotes y el pueblo abominaban más que a los mismos incircuncisos. Y si tales asambleas fueran iglesias de Dios, se seguiría también que la Iglesia de Dios no sería “columna de la verdad” (1 Tim. 3,15), sino apoyo de mentiras; y no seria tampoco santuario de Dios, sino receptáculo de ídolos. El deber, por tanto, de los profetas era no consentir en tales asambleas, ya que no eran más que una maldita conspiración contra Dios.

Por lo mismo, si alguien reconoce por iglesias las asambleas papistas, que están contaminadas de idolatría, de diversas supersticiones y de falsa doctrina, y piensa que debe persistir en su comunión hasta dar consentimiento a su doctrina, piense que va soberanamente equivocado. Porque si fuesen iglesias, tendrían la autoridad de las llaves; pero las llaves van siempre juntas con la Palabra, a la que ellos han exterminado.

Si son iglesias, les pertenece igualmente la promesa de Jesucristo de que todo cuanto ataren en la tierra será atado en el cielo... (Mt. 16,19; 18, 18; Jn. 20,23). Mas por el contrario, todos cuantos de corazón profesan ser siervos de Jesucristo, son arrojados de ellas. Luego síguese que, o sería inútil la Palabra de Jesucristo, o que ellos no son iglesias.

Finalmente, en lugar del ministerio de la Palabra no tienen los papistas más que escuelas de impiedad y un abismo de toda suerte de errores. Por tanto, o por esto no son iglesias, o no existe ninguna marca ni señal que diferencie las asambleas de las mezquitas de los turcos.

A pesar de todo, así como en aquellos tiempos existían ciertas prerrogativas que pertenecían a la Iglesia de los judíos, así también ahora no negamos que haya entre los papistas ciertos vestigios de Iglesia que ha dejado el Señor después de tanta disipación.

Dios hizo una vez pacto con los judíos, y si permanecía en pie era porque estribaba en su propia firmeza, no porque ellos lo observasen. Y aún más, porque la impiedad de ellos era un impedimento que la firmeza del pacto tenía que sobrepujar. Por tanto, aunque merecían por su deslealtad que Dios rompiese su pacto con ellos, con todo, siempre continuó manteniendo en pie su promesa, pues El sí es constante y firme en hacer bien. Así por ejemplo, la circuncisión nunca pudo ser profanada por sus manos impuras de manera que dejase de ser señal y sacramento del pacto que Dios habla hecho con ellos. Y por esto Dios llamaba suyos a los hijos que nacían de ellos (Ez. 16,20-21), los cuales nada tenían que ver con Él, a no ser por gracia y bendición especiales.

Igualmente el pacto que ha hecho el Señor en Francia, Italia, Alemania, España e Inglaterra. Pues, aunque casi todo haya sido destruido por la tiranía del Anticristo, con todo quiso, para que así permaneciera inviolable su pacto, que quedara el bautismo como testimonio de la misma, el cual retiene su virtud, a pesar de la impiedad de los hombres, porque fue consagrado y ordenado por Su boca.

Asimismo ha hecho el Señor que permaneciesen por su Providencia algunos restos, para que así la iglesia no pereciese del todo. Y así como a veces son derribados los edificios, pero quedan los cimientos y otras cosas que había en ellos, así tampoco nuestro Señor permitió que su Iglesia fuese arruinada y asolada por el Anticristo de tal manera que no quedase muestra alguna del edificio.

Y aunque permitió que haya sobrevenido una tan horrible ruina y disipación; para vengarse de la ingratitud de los hombres que habían menospreciado su Palabra, quiso que permaneciese algo del edificio como señal de que no era totalmente destruido.

Por lo tanto, aunque no estamos dispuestos a conceder simplemente el nombre de Iglesia a los papistas, no negamos que hay iglesias entre ellos. La pregunta que planteamos se refiere únicamente a la verdadera y legítima constitución de la Iglesia, lo que implica la comunión en los ritos sagrados, que son signo de la profesión, y especialmente en la doctrina.

Daniel y san Pablo predijeron que el Anticristo se sentaría en el templo de Dios (Daniel 9, 27; 2 Tes. 2,4), y nosotros decimos que el Papa es el capitán general de este reino maldito, por lo menos en la iglesia occidental. Y puesto que está escrito que la silla del Anticristo estará en el templo de Dios, se significa con ello que su reino será tal que no borrará el nombre de Cristo ni de su Iglesia.

De aquí se deduce claramente que nosotros no negamos que sean iglesias aquellas sobre las que él ejerce su tiranía; sino que decimos que él las ha profanado con su impiedad, que las ha afligido con su inhumano imperio, que las ha envenenado con falsas e impías doctrinas, y que casi las ha metido en el matadero, hasta tal punto que Jesucristo está medio enterrado el Evangelio ahogado, la piedad exterminada y el culto divino casi destruido.

En suma, que todo está tan revuelto, que más parece una imagen de Babilonia que de la santa ciudad de Dios.

Concluyendo, digo que son iglesias, primero porque Dios conserva milagrosamente los restos de su pueblo, aunque estén miserablemente dispersas. Y segundo porque queda aún ciertos indicios de iglesias, principalmente los que no han pedido deshacer ni la astucia, ni la malicia de los hombres.

Más, ya que han destruido las marcas, cosa primordial de esta disputa, afirmo que ni sus asambleas, ni su cuerpo tienen la forma legítima de Iglesia.

- Extraído de Instituciones de la Religión Cristiana, Libro IV, Capitulo II

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