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Por Charles Hodge

A. Doctrina romanista acerca de esta cuestión

Los romanistas enseñan que la Iglesia, como sociedad externa y visible, compuesta por los que profesan la religión cristiana, unida en la comunión de los mismos sacramentos y en sujeción a pastores legítimos, y especialmente al Papa de Roma, está divinamente designada para ser la maestra infalible de los hombres en todas las cosas que atañen a la fe y a la práctica. Está cualificada para este oficio por la revelación plenaria de la verdad en la palabra escrita y no escrita de Dios, y por la conducción sobrenatural del Espíritu Santo otorgada a los obispos como sucesores oficiales de los Apóstoles, o al Papa como sucesor de Pedro en su supremacía sobre toda la Iglesia, y como vicario de Cristo sobre la tierra.

Hay algo sencillo y magno en esta teoría. Está maravillosamente adaptada a los gustos y deseos de los hombres. Los libera de su responsabilidad personal. Todo se decide por ellos. Su salvación queda asegurada meramente sometiéndose a ser salvados por una Iglesia infalible, perdonadora de pecados e impartidora de la gracia. Muchos pueden sentirse inclinados a pensar que habría sido una gran bendición si Cristo hubiera dejado en la tierra a un representante visible de Él revestido de su autoridad para enseñar y gobernar, y un orden de hombres dispersados por todo el mundo dotados de los dones de los Apóstoles originales — hombres siempre accesibles, a los que se pudiera recurrir en tiempos de dificultades y de dudas, y cuyas decisiones pudieran ser recibidas con certeza como las decisiones del mismo Cristo. Pero los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos. Sabemos que cuando Cristo estaba en la tierra había muchos hombres que no creían en Él ni le obedecían: Sabemos que cuando los Apóstoles estaban todavía viviendo, y su autoridad seguía siendo confirmada con señales y maravillas y milagros diversos y dones del Espíritu Santo, la Iglesia estaba sin embargo perturbada por herejías y cismas. Si cualquiera en su pereza está dispuesto a creer que un cuerpo perpetuo de maestros infalibles sería una bendición, todos deben admitir que la presunción de infalibilidad por parte de los ignorantes, de los errados y de los malvados tiene que ser un mal inconcebiblemente grande. La teoría romanista, si es cierta, podría ser una bendición; si es falsa, tiene que ser una terrible maldición. Que es falsa puede ser demostrado para satisfacción de todos aquellos que no desean que sea cierta, y que, a diferencia de los tratadistas de Oxford, no están decididos a creerla porque la aman.

B. La definición romanista de la Iglesia se deriva de lo que es ahora la Iglesia de Roma

Antes de presentar un breve bosquejo del argumento contra esta teoría, será bueno observar que la definición romanista de la Iglesia es puramente empírica. No se deriva del significado o uso de la palabra ekklesia en el Nuevo Testamento, ni de lo que allí se enseña acerca de la Iglesia. Es meramente una declaración de lo que es ahora la Iglesia de Roma. Es un cuerpo que profesa la misma fe, unido en la comunión de los mismos sacramentos, sujetos a pastores (esto es, obispos) supuestamente legítimos, y al Papa como vicario de Cristo. Ahora bien, en esta definición se supone gratuitamente:

1. Que la Iglesia a la que se da la promesa de conducción divina es una organización externa y visible; y no el pueblo de Dios como tal en la relación personal e individual de ellos con Cristo. En otras palabras, se da por supuesto que Ia Iglesia es una sociedad visible, y no un término colectivo para el pueblo de Dios; como cuando se dice que Pablo perseguía a la Iglesia; y de Cristo que amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella. Cristo ciertamente no murió por ninguna sociedad externa, visible y organizada.

2. La teoria romanista supone no sólo que la Iglesia es una organización externa, sino que tiene que estar organizada de una manera definida y prescrita. Pero esta asunción no es sólo irrazonable, sino que no es escritural, porque no se prescribe una forma en las Escrituras como esencial para el ser de la Iglesia; y porque es contrario a todo el espiritu y carácter del evangelio que formas de gobierno hayan de ser necesarias para Ia vida espiritual y salvación de los hombres. Además, esta suposición no es coherente con los hechos históricos. La Iglesia en todas sus partes nunca se ha organizado de acuerdo con un plan.

3. Pero concediendo que la Iglesia fuera una sociedad externa, y que tuviera que estar organizada conforme a un plan, es una suposición gratuita e insostenible que este plan deba ser el episcopal. Es un hecho notorio que el episcopado diocesano no existió durante la edad apostólica. Es igualmente notorio que este plan de gobierno fue introducido gradualmente. Y no es menos notorio que una gran parte de la Iglesia en la que Cristo mora por su presencia, y que reconoce y honra de todas maneras, no tiene obispos hasta el día de hoy. El gobierno de la Iglesia mediante obispos es reconocido por los romanistas como una de las instituciones que no reposan sobre las Escrituras para su autoridad, sino sobre la tradición.

4. Pero si se concediera todo lo anterior, la suposicion de que es necesaria la sujeción al Papa como vicario de Cristo para la existencia de la Iglesia es totalmente irrazonable. Éste es el punto culminante. No hay ni la más infima evidencia en el Nuevo Testamento o en la edad apostólica de que Pedro tuviera tal primado entre los Apóstoles, como lo pretenden los romanistas. No sólo hay una total ausencia de toda evidencia de que ejerciera ninguna jurisdicción sobre ellos, sino que hay abundantes evidencias en sentido contrario. Esto queda claro por el hecho de que Pedro, Jacobo y Juan son mencionados juntos como las que parecían ser columnas (Gálatas 2:9), y esta distinción se debía no al oficio, sino al carácter. Además, queda claro por la plena igualdad en dones y autoridad que Pablo afirmó para sí mismo, y demostró poseer para satisfacción de toda la Iglesia. Está claro por la posición subordinada que ocupó Pedro en el Concilio de Jerusalén (Hechos 15), y por la severa reprensión que recibió de parte de Pablo en Antioquía (Gálatas 2:11-21). Es un hecho histórico claro que Pablo y Juan fueron los espíritus rectores de la Iglesia Apostólica. Pero si se admite la primacía de Pedro en el colegio de las Apóstoles, no hay evidencia de que hubiera designio de que tal primada fuera perpetua. No hay mandamiento para elegir un sucesor en aquel oficio; no se dan reglas acerca del método de la elección, ni de las personas que tenían que hacer la elección, ni registro de que tal cosa sucediera. Todo sale del aire. Pero admitiendo que Pedro hubiera sido constituido cabeza de toda la Iglesia en la tierra, y que tal autoridad tuviera que ser continuada, ¿cuál es la evidencia de que fuera el obispo de Roma el que en todo tiempo tuviera el título a tal oficio? Es dudoso que Pedro estuviera nunca en Roma. La esfera de sus labores fue Palestina y Oriente. Desde luego nunca fue Obispo de la Iglesia en aqueIla ciudad. E incluso si estuvo en ella, su primado no fue por ser obispo de Roma, sino por designación de Cristo. Según la teoría, era primado antes de ir a Roma, y no debido a que fue allí. El simple hecho histórico es que como Roma era la capital del Imperio Romano, el Obispo de Roma aspiraba a ser la cabeza de la iglesia, pretensión que tras una larga lucha llegó a ser aceptada, al menos en Occidente.

Así, es sobre las cuatro suposiciones gratuitas e irrazonables acabadas de mencionar que reposa todo el imponente sistema del romanismo: [1] Que la Iglesia a la que se le dio la promesa del Espíritu es una organización externa y visible; [2] que es esencial para su existencia un modo particular de organización; [3] que este modo es el episcopal; [4] Y que tiene que ser papal, esto es, todo el episcopado tiene que estar sometido al Obispo de Roma. Si una de ellas falla, todo el sistema cae en tierra. Estas suposiciones están tan totalmente carentes de cualquier prueba histórica adecuada que ningún hombre razonable puede aceptarlas en base de su propia evidencia. Los únicos que pueden creer tal cosa son aquellos a los que se les ha enseñado o inducido a creer que la Iglesia existente es infalible. Y lo creen no porque estos puntos puedan ser demostrados, sino en base de la declaración de la Iglesia. La Iglesia de Roma dice que Cristo constituyó la Iglesia sobre el sistema papal, y que por ello debe ser creída. Lo que debiera ser demostrado es dado por sentado. Esto es una petitio principii [petición de principio] de comienzo a fin.

C. La doctrina romana de la infalibilidad se basa en una teoría errónea de la la Iglesia

El primer gran argumento de los protestantes contra el romanismo tiene que ver con la teoría de la Iglesia.

Dios entró en un pacto con Abraham. En aquel pacto había ciertas promesas que se referían a sus descendientes naturales a través de Isaac, promesas que dependían de la obediencia nacional del pueblo. Pero aquel pacto contenía la promesa de la redención por medio de Cristo. Él era la simiente en quien todas las naciones de la tierra serían benditas. Los judíos lIegaron a creer que esta promesa de redención, esto es, de las bendiciones del reinado del Mesías, les había sido dada a ellos como nación, y que estaba condicionada a su membresía a esta nación. Todos los que eran judíos bien por descendencia o bien por proselitismo, y que estuvieran circuncidados y se adherieran a la ley, eran salvos. Todos los otros perecerían ciertamente para siempre. Ésta es la doctrina que nuestro Señor condenó tan expresamente, y contra la que San Pablo argumentó tan intensamente. Cuando los judíos pretendieron ser hijos de Dios, por cuanto eran hijos de Abraham, Cristo les dijo que podían ser hijos de Abraham y sin embargo hijos del diablo (Juan 8:33-44); como su precursor Juan había dicho con anterioridad, no digáis « A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras.» (Mateo 3:9). Es contra esta doctrina que se dirigen principalmente las epístolas a los Romanos y a los Gálatas. El Apóstol muestra: 
(1.) Que la promesa de salvación no se limitaba a los judíos, ni a los miembros de cualquier organización externa. 
(2.) Y por ello que no estaba condicionada a la descendencia de Abraham, ni a la circuncisión, ni a la adhesión a la teocracia del Antiguo Testamento. 
(3.) Que todos los creyentes (hoi ek pisteös) son hijos, y, por ello, herederos de Abraham (Gálatas 3:7). 
(4.) Que un hombre puede ser judío, hebreo de hebreos, circuncidado al octavo dia, e irreprensible en lo tocante a la justicia que es por la ley, y sin embargo que esto no le sirve de nada (Fil 3:4-6). 
(5.) Porque no es judío quien lo es por fuera; y la circuncisión es del del corazón. (Ro 2:28-29).

Los romanistas han transferido toda la teoría judaica a la iglesia cristiana, mientras que los protestantes se adhieren a la doctrina de Cristo y de sus Apóstoles. Los romanistas enseñan, 
(1.) Que la iglesia es esencialmente una comunidad externa, organizada, como la comunidad de Israel. 
(2.). Que a esta sociedad externa pertenecen todos los atributos, prerrogativas y promesas de la verdadera Iglesia. 
(3.) Que la membresía en esta sociedad es la condición indispensable para la salvación; y que es sólo mediante la unión con la Iglesia que los hombres son unidos a Cristo, y por medio de sus ministraciones se hacen partícipes de esta redención.
(4.) Que todos los que mueren en comunión con esta sociedad externa serán finalmente salvos, aunque pueden, si no son perfectos en el momento de la muerte, sufrir durante un período de tiempo más o menos largo en el purgatorio. 
(5.) Todos los que estén fuera de esta organización externa perecen eternamente. Así, no hay un solo elemento de la teoría judaica que no esté reproducido en la romanista.

La doctrina protestante de la naturaleza de la Iglesia

Los protestantes, en cambio, enseñan acerca de este tema en preciso acuerdo con la doctrina de Cristo y de los Apóstoles: 
(1.) Que la Iglesia como tal, o en su naturaleza esenciaI, no es una organización externa. 
(2.) Todos los verdaderos creyentes, en los que mora el Espíritu de Dios, son miembros de aquella Iglesia que es el cuerpo de Cristo, sin importar cuál sea la organización eclesiástica con que puedan estar conectados, e incluso aunque no tengan tal conexión. El ladrón en la cruz fue salvado, aunque no era miembro de ninguna IgIesia externa. 
3.) Por ello, que los atributos, prerrogativas y promesas de la Iglesia no pertenecen a ninguna sociedad externa como tal, sino al verdadero pueblo de Dios considerado colectivamente; y a sociedades externas sólo hasta allí donde consisten de verdaderos creyentes y estén controladas por ellos. Con esto sólo se dice lo que toda persona admitirá como cierto: que los atributos, prerrogativas y promesas que pertenecen a los cristianos pertenecen exclusivamente a los verdaderos cristianos, y no a hombres malvados o mundanos que se llamen a sí mismos cristianos. 
(4.) Que la condición de membresía en la verdadera Iglesia no es unión con ninguna sociedad organizada, sino la fe en Jesucristo. Ellos son hijos de Dios por la fe; son los hijos de Abraham, herederos de la promesa de la redención que le fue dada por la fe; sea que se trate de judíos o gentiles, esclavos o libres; sea que se trate de protestantes o romanistas, presbiterianos o episcopalianos; o sea que estén ampliamente esparcidos, que ni dos o tres de ellos puedan reunirse para adorar.

Los protestantes no niegan que exista una Iglesia católica visible en la tierra, que consiste en todos los que profesan la verdadera religión, junto con sus hijos. Pero no están todos incluidos en una sociedad externa. 
También admiten que es deber de los cristianos unirse con el fin de rendir culto y de vigilarse y cuidarse mutuamente. Admiten que a tales asociaciones y sociedades les corresponden ciertas prerrogativas y promesas; que tienen, o deberían tener, funcionarios cuyas calificaciones y deberes están prescritos en las Escrituras; que siempre han existido, y probablemente siempre existirán, tales organizaciones cristianas, o iglesias visibles. Pero niegan que cualquiera de estas sociedades, o todas ellas colectivamente, constituyan la Iglesia por la que Cristo murió; en la que Él mora por su Espíritu; a la que ha prometido perpetuidad, catolicidad, unidad y guía divina hacia el conocimiento de la verdad. Cualquiera de ellos, o todos ellos, uno tras otro, pueden apostatar de la fe, y todas las promesas de Dios a su Iglesia se cumplirán. La Iglesia no fracasó, cuando Dios se reservó sólo siete mil en todo Israel que no habían doblado la rodilla ante Baal.

Casi todos los puntos de diferencia entre los protestantes y los romanistas dependen de la decisión que se tome ante esta cuestión: «¿Qué es la Iglesia?» Si su teoría es correcta; si la Iglesia es la sociedad externa de cristianos profesantes, sujeta a los apóstoles-obispos (esto es, a obispos que son apóstoles), y al Papa como vicario de Cristo sobre la tierra; entonces estamos obligados a someternos a ella; y entonces también no hay salvación fuera de su comunión. Pero si cada verdadero creyente es, en virtud de su fe, miembro de la IgIesia a la que Cristo promete conducción y salvación, entonces el romanismo se cae por su base.

Las conflictivas teorías acerca de la Iglesia

El que las dos teorías opuestas de la Iglesia, la romanista y la protestante, son las que se han expuesto anteriormente es cosa tan gencralmente conocida y tan fuera de cuestión, que es innecesario citar autoridades para ambos lados. 

Prueba de la doctrina protestante de la iglesia

Éste no es el lugar en el que entrar en una vindicación formal de la doctrina protestante de la naturaleza de la Iglesia. Esto pertenece al departamento de eclesiología. Lo que sigue puede ser suficiente para el propósito que nos ocupa.

La cuestión no es si la palabra Iglesia no se emplea de manera apropiada y en conformidad a las Escrituras para denotar unos cuerpos visibIes, organizados, de cristianos profesantes, o de todos estos cristianos considerados colectivamente. Tampoco se trata de si debemos considerar como cristianos a aquellos que, libres de escándalos, profesan su fe en Cristo, o como verdaderas iglesias aquellas sociedades de tales profesantes organizados para el culto de Cristo y la administración de su disciplina. La cuestión es si la Iglesia a la que pertenecen los atributos, las prerrogativas y las promesas que pertenecen al cuerpo de Cristo es en su naturaleza una comunidad visible y organizada; y, especialmente, si es una comunidad organizada de alguna manera exclusiva, y más especialmente en la forma papal; o, si es un cuerpo espiritual consistiendo de verdaderos creyentes. Si cuando la Biblia se dirige a un cuerpo de personas como «los llamados de Jesucristo», «amados de Dios», «participantes del llamamiento divino»; como «hijos de Dios, coherederos de Cristo de una herencia eterna»; como «elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación y rociamiento de la sangre de Cristo»; como «partícipes de la misma preciosa fe con los Apóstoles»; como «los que están lavados, y santificados, y justificados en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios»; como aquellos que habiendo estado muertos en delitos y pecados, han sido «vivificados y resucitados y hechos sentar en lugares celestiales con Cristo Jesús»: "¿Se significa con ello a los miembros de una sociedad externa como tal, y debido a que lo son, o se refiere al verdadero pueblo de Dios?. Esta pregunta admite sólo una respuesta. Los atributos adscritos a la Iglesia en la Escritura pertenecen sólo a los verdaderos creyentes. Las promesas dadas a la Iglesia se cumplen sólo en los creyentes. La relación en la que la Iglesia se encuentra con Dios y con Cristo es sostenida sólo por los verdaderos creyentes. Sólo ellos son los hijos y herederos de Dios; sólo ellos son el cuerpo de Cristo en el que Él mora por su Espíritu; ellos sólo son el templo de Dios, la esposa de Cristo, los participantes de su gloria. La doctrina de que un hombre se vuelve hijo de Dios y heredero de la vida eterna por medio de la membresía en una sociedad externa trastorna los mismos fundamentos del evangelio, e introduce un nuevo método de salvación. Pero ésta es la doctrina sobre la que descansa todo el sistema del romanismo. Los protestantes mantienen que las promesas hechas a la Iglesia como el cuerpo y esposa de Cristo no han sido hechas al cuerpo externo de profesos cristianos, sino a aquellos que realmente creen en él y obedecen su evangelio

D. La doctrina de la infalibilidad se basa en la falsa suposición de la perpetuidad del apostolado.

Como el primer argumento contra la doctrina de los romanistas en cuanto a la infalibilidad de la de la Iglesia es que hace que la Iglesia de Roma sea el cuerpo al que pertenecen los atributos, prerrogativas y promesas de Cristo a los verdaderos creyentes; el segundo es que limita la promesa de la enseñanza del Espíritu, a los obispos como sucesores de los Apóstoles. En otras palabras, los romanistas asumen falsamente la perpetuidad del Apostolado. Si es cierto que los prelados de la Iglesia de Roma, o de cualquier otra iglesia, son apóstoles, investidos de la misma autoridad para para enseñar y gobernar como los mensajeros originales de Cristo, entonces debemos estar obligados a a rendir la misma fe a sus enseñanzas y la misma obediencia a sus mandatos, como se debe a los escritos inspirados del Nuevo Testamento. Y tal es la doctrina de la Iglesia de Roma.

Los modernos prelados no son Apóstoles

Para decidir si los modernos obispos son apóstoles, es necesario en primer lugar determinar la naturaleza del apostolado, y determinar su los modernos prelados tienen los dones, las cualificaciones y las credenciales de tal oficio. ¿Quiénes fueron los Apóstoles? Fueron un número concreto de hombres seleccionados por Cristo para que fueran sus testigos, para que testificaran de sus doctrinas, de los hechos de su vida, de su muerte, y especialmente de su resurrección. Para capacitarlas para este oficio de testigos autorizados era necesario: 
(1.) Que tuvieran un conocimiento independiente y plenario del evangelio. 
(2.) Que hubieran visto a Cristo después de su resurrección. 
(3.) Que fueran inspirados, esto es, que fueran guiados individual y particularmente por el Espíritu Santo para ser infalibles en todas sus instrucciones. 
(4.) Que fueran autenticados como mensajeros de Cristo, adheriéndose al verdadero evangelio, por el éxito en la predicación (Pablo les dijo a los corintios que ellos eran el sello de su apostolado, 1 Co 9:2); y mediante señales y maravilIas y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo. Tales eran los dones y cualificaciones y credenciales de los Apóstoles originales; y aquellos que pretendían el oficio sin poseer estos dones y credenciales eran pronunciados falsos apóstoles y mensajeros de Satanás.

Cuando Pablo afirmó ser apóstol, sintió que era necesario demostrar: 
(1.) Que había sido designado, no por hombre ni por medio de hombres, sino ínmediatamente por Jesucristo (Gál 1: 1).
(2.) Que no había recibido la enseñanza del evangelio por parte de otros, sino que había recibido este conocimiento por revelación directa (Gál 1 :12). 
(3.) Que había visto a Cristo después de la resurrección de Él (1 Co 9:1 y 15:8). 
(4.) Que estaba inspirado, siendo infalible como maestro, por lo que los hombres estaban obligados a reconoeer sus enseñanzas como la enseñanza de Cristo (1 Co 14:37). 
(5.) Que el Señor había autenticado su misión apostólica de una manera tan plena como lo había hecho con la de Pedro (Gá;2,:8). 
(6.) «Las señales de apóstol», les dijo a los corintios, «han sido efectuadas entre vosotros en toda paciencia, por señales, prodigios y milagros» (2 Co 12:12).

Los modernos prelados no pretenden poseer ninguno de estos dones. No pretenden tampoco poseer las credenciales que autenticaban la misión de los Apóstoles de Cristo. No pretenden poseer una comisión inmediata; ningún conocimiento independicnte derivado de una revelación inmediata; ninguna infalibilidad personal; ninguna visión de Cristo; y ningún don milagroso.

Esto es, pretenden la autoridad del oficio, pero no su realidad. Por ello, queda muy claro que no son apóstoles. No pueden tener la autoridad del oficio sin poseer los dones en que se basaba esta autoridad, y de la que emanaba. Si un hombre no puede ser un profeta sin el don de la profecía, ni un obrador de milagros sin el don de milagros, nadie puede pretender ser un apóstol sin poseer los dones que hacían que los apóstoles lo fueran. Igual serían de razonables los sordomudos que pretendieran poseer el don de lenguas.

No hay mandamiento alguno en el Nuevo Testamento de mantener la sucesión apostólica. Cuando Judas apostató, Pedro dijo que su lugar debía ser llenado, pero la selección debía limitarse a aquellos, dijo, «que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre nosotros; comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de entre nosotros fue llevado arriba» (Hechos 1:21-22). La razón dada para esta designación fue no para que pudiera continuar el apostolado, sino para que el hombre así seleccionado fuera «testigo con nosotros, de su resurrección». «Y les echaron suertes, y la suerte cayó sobre Matías; y fue contado con los once apóstoles». Y éste fue el fin. Nunca más volvemos a oír de Matías. Es muy dudoso que esta designación de Matías fuera válida. Lo que aquí se registra (Hechos 1: 15-26) tuvo lugar antes que los Apostoles hubieran sido dotados de poder de lo alto (Hechos 1:8), y, por tanto, antes que tuvieran autoridad alguna para actuar. Cristo, a su propio tiempo y manera, completó el número de sus testigos llamando a Pablo a ser Apóstol. Pero, sea como sea, aquí tenemos exceptió probat regulam [la excepción que demuestra la regIa]. Demuestra que las filas de los Apóstoles podían ser llenadas, y que la sucesión prosiguió sólo en base del número de aquellos que podían dar testimonio independiente de la resurrección y de las doctrinas de Cristo.

Es cierto que hay algunos pocos pasajes en los que otras personas además de los doce originales parecen ser designados como apóstoles. Pero desde el inicio de Ia Iglesia hasta tiempos modernos nadie se a aventurado en base de tal registro a considerar a Bernabé. Silas, Timoteo y Tito como apóstoles, en el sentido oficial del término. Todas las designaciones dadas a los oficiales de la Iglesia en el Nuevo Testamento se emplean en sentidos diferentes. Así, «presbítero» o «anciano» significa un hombre viejo, un oficial judío, un oficial de la iglesia. La palabra «diácono» significa a veces un criado, a veces un oficial secular, a veces cualquier ministro de la Iglesia, y a veces el rango inferior de los oficiales de la iglesia. El hecho de que Pablo y Pedro se designen a sí mismos como «diáconos» no demuestra que su oficio fuera servir a las mesas. De la misma manera, la palabra «apóstol» se emplea a veces en su sentido etimológico como «mensajero», a veces en un sentido religioso, tal como nosotros empleamos la palabra «misionero»; y a veces en su sentido oficial estricto, en el que queda limitado a los mensajeros inmediatos de Cristo. Nada puede estar más claro en el Nuevo Testamento que ni Silas ni Timoteo, ni ninguna otra persona, es jamás designada como el igual oficial de los doce Apóstoles. Estos constituyen una clase por sí rnismos. Destacan en el Nuevo Testamento como en toda la historia de la Iglesia como los autorizados fundadores de la Iglesia Cristiana, sin parangón ni colegas.

Entonces, si el apostolado, por su naturaleza y designio, era intransmisible; si hay esta evidencia decisiva de la Escritura y de la historia de que no ha sido perpetuado, entonces toda la teoría romanista acerca de la Iglesia se desmorona. Esta teoría se basa en la suposición de que los prelados son apóstoles, investidos con la misma autoridad para enseñar y gobemar que los originales mensajeros de Cristo. Si esta suposición resulta infundada, entonces se debe abandonar toda pretensión de la infalibilidad de la Iglesia. Porque no se pretende que es la masa del pueblo la que es infalible, ni el sacerdocio, sino sólo el episcopado. Y los obispos sólo son infalibles sobre la suposición de que son apóstoles, en el sentido oficial del término. Y esta no lo son con toda certeza. La Iglesia puede hacer sacerdotes, obispos y hasta papas. Pero sólo Cristo puede hacer un Apóstol. Porque un Apóstol era un hombre dotado de conocimiento sobrenatural, y con un poder sobrenatural

E. La infalibilidad, se basa en una falsa interpretación de la promesa de Cristo.


El tercer argumento contra la infalibilidad de la Iglesia es que Cristo nunca prometió preservarla de todo error. Lo que aquí se significa es que Cristo nunca prometió a la verdadera Iglesia, esto es, a «la compañia de verdaderos creyentes», que no errarían en doctrina. Prometió que no apostatarían fatalmente de la verdad. Prometió que concedería a sus verdaderos discípulos tal medida de conducción divina por su Espíritu que conocerían lo suficiente para ser salvos. Además, prometió que Él llamaría a hombres al ministerio, dándoles la capacidad necesaria de maestros fieles, como lo eran los presbíteros que los Apóstoles ordenaban en càda ciudad. Pero no hay promesa de infalibilidad ni para la Iglesia como un todo, ni para ninguna clase de hombres en la Iglesia. Cristo prometió santificar a su pueblo; pero no se trataba de una promesa de hacerlos perfectamente santos en esta vida. Prometió darles gozo y paz en creer; pero no era una promesa de hacerlos perfectamente felices en esta vida, que no fueran a padecer pruebas y dolores. Entonces, ¿Por qué iba a ser la promesa de la enseñanza una promesa de infalibilidad? Así como la Iglesia ha pasado a través del mundo bañada en lágrimas y sangre, así ha pasado ensuciada de pecado y errar. Es igual de manifiesto que no ha sido nunca infalible que nunca ha sido perfectamente santa. Cristo no prometió ni lo uno ni lo otro.

F. La doctrina, contradicha por los hechos

El cuarto argumento es que la doctrina romanista de la infalibilidad de la Iglesia queda contradicha por hechos históricos innegables. Por tanto, no puede ser cierta. La Iglesia ha errado frecuentemente, y por ello no es infalible.

[Para los protestantes], por tanto, el hecho de que toda la Iglesia visible apostatara repetidas veces durante la antigua dispensación y que no sólo el pueblo, sino todos los representantes de la Iglesia, los sacerdotes, los levitas y los ancianos - constituye una prueba decisiva de que la Iglesia externa, visible, puede errar fatalmente en asuntos de fe. Y no menos decisivo es tal hecho de que toda la Iglesia y pueblo judíos, como iglesia y nación, rechazaron a Cristo. Él vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. La vasta mayoría de la gente, los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos, rehusaron reconocerle como Mesías. El Sanedrín, el gran cuerpo representativo de la Iglesia en aquel tiempo, lo declaró reo de muerte, y exigió su crucifixión. Esto, para los protestantes, es una prueba abrumadora de que la Iglesia puede errar.

Pero los romanistas hacen una diferencia entre la Iglesia antes y después de la venida de Cristo, y no admiten el peso de este argumento. Dicen ellos que el hecho de que Ia Iglesia Judía errara no constituye prueba de que la Iglesia Cristiana pueda errar. Por ello, será necesario mostrar, en base de los principios y admisiones de los mismos romanistas, que la Iglesia ha errado. Enseñó en una época lo que condenó en otra, y lo que la Iglesia de Roma condena ahora. Para demostrar esto, será suficiente referimos a dos ejemplos innegables.

Se debe tener presente en mente que por la Iglesia, en este sentido, los romanistas no se refieren al verdadero pueblo de Dios, ni al cuerpo de los cristianos profesantes, ni a la mayoría de los sacerdotes o doctores en teología, sino al episcopado. Todos los cristianos están obligados a creer lo que enseñe el cuerpo episcopal de cada edad, porque estos obispos están conducidos de tal modo por el Espíritu que son infalibles en su enseñanza.

La apostasía arriana

El primer gran hecho histórico inconsecuente con esta teoria es que la gran mayoría de los obispos, tanto de la Iglesia Oriental como de la Occidental, incluyendo al Papa de Roma, enseñaron el arrianismo, que toda la Iglesia, tanto antes como después, había condenado y condenó. La decisión de trescientos dieciocho obispos en el Concilio de Nicea, ratificada por el asentimiento de la gran mayoría de los que no acudieron al Concilio, es tomada con justicia como prueba de que la Iglesia visible de aquel tiempo enseñaba, como ahora lo enseña Roma, que el Hijo es consustancial con el Padre. El hecho de que algunos disintieran en aquel tiempo, o que más se unieran pronto en la disidencia; o que, al cabo de pocos años en el Oriente los que disentían fueran mayoría, no se considera como invalidación de la decisión de aquel Concilio como la decisión de la Iglesia, porque una mayoría de los obispos, como cuerpo, estaban en favor de la doctrina Nicena.

Luego, por paridad de razonamiento, las decisiones de los dos concilios contemporáneos, uno en Seleucia en el Este, el otro en Ariminum en el Oeste, incluyendo cerca de ochocientos obispos, ratificadas como esas decisiones fueron por la gran mayoría de los obispos del toda la Iglesia (incluyendo a Liberio, el obispo de Roma), debe ser aceptada como la enseñanza de la Iglesia visible de esa época. Pero aqueIlas decisiones, en base de los juicios anteriores y posteriores de Ia Iglesia, fueron heréticas. Se ha apremiado que e11enguaje adoptado por el Concilio de Ariminum admite una interpretación ortodoxa. En respuesta a ello es suficiente con decir: 
(1.) Que fue redactado, propuesto y defendido por los confesos oponentes del Credo Niceno. 
(2.) Que fue resistido con tesón por parte de los defensores de aquel credo, y que se renunció a ello tan pronto como estos últimos lograron el controI. 
(3.) Que el mismo Sr. Palmer admite que el Concilio repudió la palabra «consustancial» como expresión de la relación del Hijo con el Padre. Pero éste era precisamente el punto bajo discusión entre los ortodoxos y los semiarrianos. 

Gregorio Nacianceno, Jerónimo, afirmaban que todo el mundo se había vuelto arriano, y que todas las iglesias estaban en posesión de herejes. Estas declaraciones deben tomarse con prudencia, pero demuestran que la gran mayoría de obispos habían adoptado el Credo Arriano o semi-Arriano. Atanasio se manifesta en los mismos términos [y] Vicente de Lerino. A estos antiguos testimonios se podría añadir una buena cantidad de modernas autoridades. Damos sólo el testimonio del doctor Jackson, uno de los más distinguidos teólogos de la Iglesia de Inglaterra: «Después de esta defección de la Iglesia de Roma en el obispo Liberio, todo el imperio romano quedó cubierto de arrianismo».Cualquiera que sea la duda acerca de los detalles, no puede dudarse del hecho general de esta apostasía. Por apartamiento de la verdad, por las artes del partido dominante, por la influencia del emperador, la gran mayoría de los obispos se unieron en la condena de Atanasio y en suscribir una fórmula de doctrina redactada en oposición al Credo Niceno; fórmula que fue después rechazada y condenada; una fórmula por causa de la cual el Obispo de Roma fue desterrado durante dos años por no querer firmarla, siendo restaurado a su sede cuando consintió suscribirla. Entonces, si aplicamos a este caso las mismas normas que se aplican a las decisiones del Concilio de Nicea, se tiene que admitir que la Iglesia externa apostató tan verdaderamente bajo Constancio como había profesado la verdadera fe bajo Constantino. Si muchos firmaron la fórmula Eusebiana o Arriana de manera insincera, de la misma manera muchos asintieron hipócritamente a los decretos de Nicea. Si muchos se vieron abrumados por la autoridad y el temor en un caso, asi sucedió en el otro. Si muchos revocaron su asentimiento al arrianismo, otros tantos prácticamente retiraron su consentimiento a la doctrina Atanasiana.

La evasión romanista de este argumento

Al tratar de este hecho innegable, los romanistas y romanizadores se ven obligados a abandonar su principio. Su doctrina es que la Iglesia externa no puede errar, que la mayoria de obispos que viven en cualquier época no pueden dejar de enseñar la verdad. Pero es innegable que bajo el reinado del emperador Constancio la inmensa mayoría, incluyendo al Obispo de Roma, renunciaron a la verdad. Pero dice Bellarmino que la Iglesia prosiguió y que fue conspicua en Atanasio, Hilario, Eusebio y otros. Y dice Palmer, de Oxford: «La verdad fue preservada incluso bajo obispos arrianos». Pero aqui de la que se trata no es de si la verdad será preservada y confesada por los verdaderos hijos de Dios, sino si un cuerpo externo, organizado, y especialmente la Iglesia de Roma, puede errar en sus enseñanzas. No se puede admitir que los romanistas, sólo para afrontar una emergencia, echen mano de la doctrina protestante de que la iglesia puede consistir de creyentes esparcidos. Es cierto que, como lo afirma Jerónimo, «Ubi fides vera est, ibi Ecclesia est» [Allí donde está la verdadera fe, allí está la Iglesia]; pero ésta es nuestra doctrina, no la de Roma. «Ecclesia manet et manebit» [La Iglesia permanece y permanecerá]. Pero sea ello en gloria manifiesta, como en los tiempos de David, o como creyentes esparcidos, como en los dias de Elías, no es esencial.

La Iglesia de Roma rechaza la doctrina de Agustín

Un segundo caso en el que la iglesia externa (y especialmente la Iglesia de Roma) se ha apartado de lo que habia ella misma declarado verdadero es en el rechazo de las doctrinas conocidas históricamente como agustinianas. El hecho de que las peculiares doctrinas de Agustín habían sido reconocidas por toda la Iglesia, y especialmente por la Iglesia de Roma, es algo innegable. Estas doctrinas incluyen la doctrina de la corrupción pecaminosade la naturaIeza que se deriva de Adán, que es muerte espiritual, y que involucra la total incapacidad de parte deI pecador de convertirse a sí mismo o de cooperar en su propia regeneración; la necesidad de la operación ciertamente eficaz de la gracia divina; la soberanía de Dios en elección y reprobación, y la cierta perseverancia de los santos. El capítulo dieciocho de la obra de Wiggers, Agustinianismo y Pelagianismo, se titula: «La final adopción del sistema agustiniano para toda la cristiandad por parte del tercer concilio ecuménico de Éfeso, 431 d.C.» No se niega que muchos de los obispos orientales, quizá la mayoría de los mismos, estaban secretamente opuestos a este sistema en sus rasgos esenciales. En lo único que se insiste es que toda la Iglesia, a través de lo que los romanistas reconocen como sus órganos oficiales, dieron su sanción a las peculiares doctrinas de Agustín; y que por lo que a la Iglesia Latina respecta, este asentimiento no fue sólo en aquel entonces general, sino cordial. No es menos cierto que el Concilio de Trento, mientras que condenó el Pelagianismo, e incluso la peculiar doctrina de los semi- Pelagianos, que dicen que el hombre comenzó la obra de la conversión, negando con ello la necesidad de la gracia previniente (gratia preveniens), repudió sin embargo las doctrinas distintivas de Agustin, y anatematizó a todos los que las sostuvieran.

G. La Iglesia de Roma enseña ahora el error.

Un quinto argumento en contra de la infalibilidad de la IgIesia de Roma es que esta Iglesia enseña ahora el error. De esto no puede haber ninguna duda razonable, si se admiten las Escrituras como la regla mediante la que juzgar.

1. Es un monstruoso error, contrario a la Biblia, a su letra y espíritu, y chocante para eI sentido común de la humanidad, que la salvación de los hombres dependa de su reconocimiento de que el Papa es el cabeza de la Iglesia en el mundo, o vicario de Cristo. Esto hace que la salvación sea independiente de la fe y del carácter. Un hombre puede ser sincero e inteligente en su fe en Dios y Cristo, y perfectamente ejemplar en su vida cristiana, pero si no reconoce al Papa, tiene que perecer eternamente.

2. Es un error grave, contrario a las expresas enseñanzas de la Biblia, que los sacramentos sean los únicos canales para comunicar a los hombres los beneficios de la redención. Como consecuencia de esta falsa suposición, los romanistas enseñan que todos los que mueren sin ser bautizados, incluso los párvulos, se pierden 

3. Es un gran error enseñar, como lo enseña la Iglesia de Roma, que los ministros del evangelio sean sacerdotes; que las gentes no tengan acceso a Dios o Cristo, y que no pueden obtener la remisión de los pecados ni ninguna otra gracia salvadora, excepto por medio de su intervención y por sus ministraciones; que los sacerdotes tengan el poder no sólo de una absolución declarativa, sino judicial y efectiva, de manera que son aquellos y sólo aquellos que son por ellos absueltos los que quedan libres ante el tribunal de Dios. Ésta fue la gran razón de la Refonna, que fue una rebelión contra este dominio sacerdotal: una demanda por parte del pueblo de aquella libertad con que Cristo les había libertado, -la libertad de ir directamente a él con sus pecados y dolores, y encontrar alivio sin la intervención ni el permiso de nadie que no tuviera más derecho a este acceso que ellos.

4. La doctrina del mérito de las buenas obras como la enseñan los romanistas es otro error de lo más prolífico. Ellos mantienen que las obras hechas tras la regeneraci6n tienen un verdadero mérito (meritum condigni), y que son la base de la justificación del pecador delante de Dios. Mantienen que un hombre puede hacer más de lo que la ley le demanda, y llevar a cabo obras de supererogación, y obtener así más mérito que el necesario para su propia salvación y beatificación. Y que este mérito sobrante pasa a la tesoreria de la Iglesia, y que puede ser dispensado para beneficio de otros. Es sobre esta base que se conceden o venden indulgencias, con efectos no sólo para esta vida, sino también para la venidera.

5. Con esto se conecta el adicional error del Purgatorio. La Iglesia de Roma enseña que los que mueren en el seno de la Iglesia, pero que no han dado en esta vida una plena satisfacción por sus pecados, ni adquirido suficientes méritos para tener derecho a entrar al cielo, pasan en la muerte a un estado de sufrimiento, para quedarse allí hasta que se haya dado una satisfacción plena y se haya logrado una purificación adecuada. No hay ningún fin necesario a este estado de purgatorio sino hasta el día del juicio o el fin del mundo. Puede durar mil o muchos miles de años. Pero el Purgatorio está bajo el poder de las llaves. Los sufrimientos de estas almas en este estado pueden ser aliviados o acortados por los ministros autorizados de la Iglesia. No hay límite para el poder de aquellos hombres que se cree que tienen las llaves del cielo en sus manos, para cerrar, y que nadie pueda abrir, o para abrir, y que nadie pueda cerrar. De todas las cosas increíbles, la más increíble es que Dios fuera a dar un poder así a hombres débiles, ignorantes y muchas veces malvados.

6. La Iglesia de Roma enseña un grave error acerca de la Cena deI Señor. Enseña: 
(1.) Que cuando es consagrada por el sacerdote, toda la sustancia del pan y toda la sustancia del vino son transmutadas en la sustancia deI cuerpo y sangre de Cristo. 
(2.) Que como su cuerpo es inseparable de su alma y divinidad, donde este lo uno tiene que estar lo otro. El Cristo entero pues, cuerpo, alma y divinidad, está presente en la hostia consagrada, que debe ser adorada como el mismo Cristo es adorado. Ésta es la razón de que la Iglesia de Inglaterra en sus Homilías denuncia el servicio de la Misa en la Iglesia de Roma como idolátrico. 
(3.) La Iglesia de Roma enseña además que el cuerpo y la sangre de Cristo así presentes local y sustancialmente en la Eucaristía son ofrecidos como un verdadero sacrificio de propiciación para perdón de los pecados, y cuya aplicación es determinada por la intención de los sacerdotes oficiantes

7. La idolatria consiste no sólo en la adoración de falsos dioses, sino en la adoración del verdadero Dios mediante imágenes. El segundo Mandamiento del Decálogo prohibe de manera expresa inclinarse ante o servir la semejanza de nada en el cielo arriba o en la tierra abajo. En la Vulgata se lee: «Nou adoorabis ea neque coles» [no las adoraréis ni las serviréis]. Y es precisamente aquello que está prohibido lo que la Iglesia de Roma permite y manda: el uso de imágenes en el culto religioso, postrarse ante ellas, y hacerles reverencia.

8. Otro gran error de la Iglesia de Roma es el culto a los santos y ángeles, y especialmente a la Virgen María. No se trata meramente de que sean considerados objetos de reverencia, sino que el servicio que se les rinde involucra la adscripción de atributos divinos. Se supone que están presentes en todas partes, capaces de oír y responder a la oración, de ayudar y salvar. Vienen a ser la base de la confianza de la gente, y objetos de sus afectos religiosos. Son para ellos precisamente lo que eran los dioses paganos para los griegos y romanos.

Estos son algunos de los errores de la Iglesia de Roma, y demuestran que esta Iglesia, lejos de ser infalible, está tan corrompida que es el deber deI pueblo de Dios salir de ella y renunciar a su comunión.

H. El reconocimiento de una Iglesia Infalible es incompatible con la libertad religiosa y civil.


Una iglesia que pretenda ser infalible se declara por ello mismo la dueña del mundo; y los que admiten su infalibilidad admiten con ello su total sometimiento a su autoridad. De nada les sirve decir que esta infalibilidad está limitada a cuestiones de fe y moral, porque bajo estos encabezamientos se incluye toda la vida del hombre: lo religioso, lo moral, lo doméstico, lo social y lo político.

Si la Iglesia es infalible, su autoridad no es menos absoluta en la esfera de la vida social y política. Es inmoral contraer o persistir en un matrimonio ilegítimo, mantener un juramento ilegítimo, promulgar leyes injustas, obedecer un soberano hostil a la Iglesia. Por ello, la Iglesia tiene el derecho a disolver matrimonios, a liberar a los hombres de la obligación a sus juramentos, y a los ciudadanos de sus lealtades, a abrogar leyes civiles, y a deponer soberanos. Estas prerrogativas no han sido sólo reivindicadas, sino ejercidas una y otra vez por la Iglesia de Roma. Y, si fuera infalible, le pertenecerían de derecho. Como estas pretensiones son bajo pena de la pérdida del alma, no pueden ser resistidas por las que admiten que la Iglesia es infalible. Es evidente, por tanto, que allí donde esta doctrina es sustentada no puede haber libertad de opinión, ni libertad de conciencia, ni libertad civil ni política. Por cuanto el Concilio Vaticano ha decidido que esta infalibilidad está investida en el Papa, es desde ahora un artículo de fe para Ias romanistas que el romano pontífice es el absoluto soberano del mundo. Todos los hombres están obligados a creer, bajo pena de muerte eterna, a creer lo que él declara cierto, y a hacer todo aquello que él decida que es obligatorio.

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